La verdadera historia de La Bella Durmiente

La verdadera historia de La Bella Durmiente

De nuevo nos encontramos con un cuento arquetípico y con una protagonista bobalicona que cae en las trampas que se la colocan con suma facilidad, con el desespero de los niños que no pueden entender (ni siquiera ellos) estos despistes tan monumentales y previsibles que la conducen a situaciones peligrosas y angustiosas.

Lo mismo le pasó a Caperucita Roja que no supo distinguir a su abuela de un peludo lobo o a Blancanieves que cayó tres veces consecutivas en las burdas trampas que le ponía su madrastra o a Cenicienta que no rechistaba por más burlas que le hicieran sus hermanastras. Pues bien, la Bella Durmiente vuelve a dar muestras de una estupidez congénita que se aprecia en la mayoría de las heroínas de los cuentos de hadas.

Es un cuento que nace de la tradición oral y luego, con el tiempo, se pone por escrito y esa es la razón de que haya tantas versiones. Pero las más conocidas, una vez más, son las que hace Charles Perrault y luego los hermanos Grimm con ligeras variantes entre ellos. Por ejemplo, Perrault menciona ocho hadas que asisten a su nacimiento para otorgar a la pequeña una serie de atributos y los Grimm hablan de 13 para dar a este número una connotación supersticiosa.

El cuento de los hermanos alemanes es muy simple ya que va dirigido a un público infantil. En cambio, Perrault añade más detalles y comentarios de su propia cosecha, por eso me quedo con su versión de los hechos narrados porque es mucho más completa y, posiblemente, más fiel con la versión original. Éste habla de siete hadas buenas que acuden al convite de la princesita olvidando de invitar a la octava hada que se tomó muy mal este desaire y es la que lanza un terrible maleficio que no es otro que a los 15 años se pinchará con un huso de una rueca y caerá muerta. Todos se quedan pasmados, hasta que otra hada, que aún no había llegado al evento, atenúa esta maldición deseando que la princesa, en vez de morir -que es un poco melodramático-, duerma un siglo, por poner una cifra redonda. Las otras seis hadas le otorgan dones que van desde la virtud, la belleza a la riqueza, pero Perrault, un poco puñetero él, no añade la inteligencia como sí lo hacen, un siglo más tarde, los hermanos Grimm. Es como si el autor francés diera por hecho que ser princesa, guapa y rica (solo le ha faltado decir que rubia) fuera más que suficiente. Lo cierto es que las circunstancias le dan la razón porque cuando cumple 15 años y a pesar de todas las advertencias de sus padres y las precauciones tomadas (habían retirado todos las máquinas de hilar del castillo) no se le ocurre otra cosa a la princesa que ir hacia un cuarto secreto donde está hilando una mujer, se acerca y ¡ala!… se pincha el dedo con el huso y se cumple la fatídica sentencia.

Y aquí empieza la segunda parte del cuento. Todas las personas que viven en el castillo caen en el mismo letargo que la princesa y una zarza espinosa rodea entonces el castillo que queda en una perpetua penumbra. Perrault dice que el pinchazo en el dedo se debió a que era un poco “atolondrada”, así que incide en que la pobre tenía pocas luces y, claro, el castillo se quedó a oscuras…

Cualquiera que haya leído el cuento hace tiempo recordará que así se queda, traspuesta y tendida en su lecho unos cien años, acumulando polvo y telarañas hasta que aparece el príncipe azul, que se ha enterado de la historia de la triste princesa, accede a sus aposentos con nocturnidad y alevosía y le espeta un beso que la despierta… Vale, pero realmente no es así.

Si leemos entre lineas, la princesa no se despierta por el beso sino porque ha llegado el momento de despertarse, es decir, es el fin de la maldición. Por eso este príncipe en concreto no tiene problemas en entrar en el castillo y no porque fuera más guapo, listo, osado o más habilidoso que los que le precedieron, sino porque tuvo la “suerte” de llegar en el momento preciso, que era cuando finalizaban esos 100 años de letargo y aislamiento que había predicho el hada despechada. De ahí que el príncipe traspasara las zarzas de espinos con suma facilidad y que llegará sin GPS a la torre de la princesa sin que hubiera obstáculos en su camino y sin que nadie le opusiera resistencia, se acerca, la besa y ella se despierta como si tal cosa y con ella los siervos, los animales domésticos y sus padres.

Aquí hay una clara interpretación simbólica: el ánima, el aspecto femenino en el inconsciente colectivo de los hombres, se junta en ese momento con el ánimus que representa al príncipe, el aspecto o arquetipo masculino presente en el inconsciente colectivo de las mujeres. Y como no puede ser de otra manera, ambos se enamoran, se casan y viven felices hasta el fin de sus días…

Bueno, eso dice el cuento en la versión de los hermanos Grimm porque Perrault continua el relato después de la boda. Nos dice que el matrimonio tiene dos hijos: una niña llamada Aurora y un niño llamado Día y, lejos de tener una infancia tranquila y principesca, su vida corre un continuo peligro por los ardides de la abuela, una suegra que le salió a la princesa de las de antes, que hace todo lo posible para amargar la existencia a su nuera. Hasta quiere comerse a los niños y a la madre de paso. En este punto es donde se desarrolla la novela de Ana María Matute El verdadero final de la bella durmiente (2003) que habla de las manías antropofágicas de la Reina Madre aprovechando que su hijo, el príncipe, está batallando contra su archienemigo Zozogrino.

En definitiva, se trata de un cuento sobre el destino que contiene casi todas las claves de un cuento de iniciación, un relato de evolución del alma humana y que, lejos de explicaciones psicoanalíticas (en alguna parte he leído que el huso con el que se pincha tiene un significado fálico y que la sangre que derrama ella…), hay que ver su trasfondo simbólico y los percances que tienen que pasar los protagonistas para llegar a la fusión de los opuestos.

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