El Cronovisor – 26 – Escritores espías

Escritores Espías

Eescritores espías: de Quevedo a Le Carré

En él se describen, con buena documentación, mejor instinto indagatorio y óptima pericia policial, las actividades de espionaje y trama política, más o menos reales, más o menos comprobadas, de 11 pesos pesados de la literatura mundial: Francisco de Quevedo, Christopher Marlowe, John le Carré, Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais, Miguel de Cervantes, Graham Greene, Francois Rabelais, Aphra Behn, Joseph Pla, Voltaire, y Daniel Defoe. Buen elenco, ciertamente.

Don Francisco de Quevedo y Villegas (Madrid, 1580-Villanueva de los Infantes, 1645), gran poeta y prosista, está considerado como el máximo exponente del conceptismo barroco y fue, además, espía y conspirador palaciego. Le encomendaban misiones diplomáticas, políticas y de lo que hoy llamaríamos contraespionaje. En 1613 se trasladó a Italia, llamado por su amigo el duque de Osuna, virrey de Nápoles y Sicilia, quien le nombró secretario de Estado. Para defender aquellas posesiones de la corona, Quevedo tuvo que intrigar contra Venecia y tomar parte en una conjura (1618), destinada a apoderarse de la ciudad mediante un audaz golpe de mano. La conjura de Venecia fracasó gracias a las habilidades del servicio de inteligencia veneciano. Quevedo, para salvar su vida, tuvo que huir disfrazado de mendigo y haciéndose pasar por italiano, lo que consiguió gracias a su dominio de esa lengua. En 1639 fue arrestado por orden del rey Felipe IV bajo la acusación de alta traición por ser espía de los franceses. Esta acusación nunca se probó, pero Quevedo fue encarcelado por ella durante cinco años.

La crisis por el espionaje de Estados Unidos a líderes europeos lleva a mirar hacia atrás y comprobar que ninguna época se salva de oscuras tramas que figuran en documentos o informes sólo para los ojos de quien los recibe. Así por ejemplo, el llamado Siglo de Oro español, a caballo entre el XVI y el XVII, fue un época llena de insidias y conspiraciones en la corte de Felipe II, y, sobre todo, en la de Felipe III. No en vano, él crea la figura del ‘valido’, que podía actuar en diversas ocasiones en nombre del monarca. Sin duda eso multiplica las posibilidades de ataques y conjuras, así como las de corrupción, en una época en la que diplomacia y espionaje iban tanto o más de la mano que en la actualidad.

Dos de los más brillantes escritores del siglo que nos ocupa fueron también engranajes, a veces esenciales, en el espionaje del reino. Cervantes y Quevedo, además de situar a España en lo más alto de la literatura del momento, ejercieron de espías para su corte. En el caso del autor del Quijote, podríamos sospechar que los paréntesis oscuros de su biografía, aquéllos de los que apenas sabemos nada, obedecen a misiones encargadas por Felipe II. Argel, Lisboa, Orán e Italia, fueron lugares que visitó en sus misiones militares y políticas. De la de Orán, realizada inmediatamente después de su cautiverio de cinco años en Argel, se sabe que logró información muy valiosa que entregó al rey en Cartagena, tras una peligrosa travesía. Sus datos fueron determinantes para acabar con el almirante turco Uluch Alí, invencible hasta entonces.

De Quevedo, todos sabemos que fue borracho tabernario, pendenciero y bastante miserable; y que escribía, según decían incluso quienes esto pensaban, “como los ángeles”. Pero lo que no saben todos es que ese hombre también fue un enorme intrigante que espió para su protector, el gran duque de Osuna, y para la Corona, entonces ya en manos de Felipe III. El acontecimiento más sorprendente de todos es cuando participó como espía en la Conjuración de Venecia, justo cuando las relaciones entre España y Venecia, pese a alianzas puntuales, no pasaban por su mejor momento. El control español de casi toda la península italiana ponía en aprietos a Venecia por la amenaza que representaba para la ciudad. Entonces, un complot de importantes nobles españoles busca acabar con el poder de la república veneciana. El duque de Osuna trama infiltrar a un grupo de mercenarios en la ciudad para tomar los puntos estratégicos, pero son descubiertos. Todos los conspiradores, Quevedo entre ellos, corren un enorme peligro, porque son buscados por la autoridades para ajusticiarles. Pero la audacia del escritor le saca de la ciudad disfrazado de mendigo y gracias a su dominio del dialecto veneciano y consigue salvar la vida.

Auténticos espías, famosos escritores

Petrogrado, junio de 1917 · Bajo el falso nombre de Sommerville, Somerset Maugham llega a Rusia como agente secreto británico.

Solo los espías escriben buenas novelas de espionaje. Los dos escritores del género más populares, Ian Fleming, creador de James Bond, y John Le Carré, que sigue publicando bestsellers y se llevan al cine, estuvieron en nómina del MI6 británico, pero ellos solo son la punta del iceberg. Hace cuatro años se publicó la primera historia autorizada del MI6, que daba reconocimiento oficial a un puñado de escritores-espías, empezando por una gloria de las letras inglesas como Graham Greene, que mezclaba sabiamente las tramas de espionaje con el drama humano, o Compton Mackenzie, que fue procesado por romper la Ley de Secretos Oficiales, porque en sus libros recogía excesivos detalles de sus andanzas de agente secreto en Grecia. Pero el patriarca de todos esos escritores que convirtieron en literatura sus experiencias reales en el mundo del espionaje, fue Somerset Maugham.

William Somerset Maugham, nacido en París en 1874, era un espíritu demasiado exquisito para estar de moda en la época actual, pero en el siglo XX fue uno de los autores más famosos, como atestiguan las más de 30 películas que se hicieron de sus libros entre 1917 y 1984. Esa popularidad no le despojó, sin embargo, ni de un ápice de su refinamiento, algo que le venía de familia y nacimiento, pues pocas personas pueden presumir de haber nacido en la embajada británica en París, antiguo palacio de Paulina Bonaparte, la disoluta hermana de Napoleón.

De hecho hasta los diez años fue un niño francés. Su padre, miembro de una prestigiosa dinastía de juristas, era consejero legal de la embajada, y su madre tuvo el capricho de mantener a Willie pegado a sus faldas. Sus hermanos mayores, a los que casi no conocía, estaban en colegios en Inglaterra, pero el pequeño Willie no pisó la patria de sus mayores hasta que se quedó huérfano a los diez años. El cambio de la dulce y mimada existencia parisina a la casa de un tío, vicario en una apartada parroquia inglesa, clérigo de estricta moral, fue terrible. La subsiguiente estancia de varios años en public school, como se llaman los internados de la elite británica, fue ya el infierno.

Los traumas se acumularon sobre Willie, que desarrolló una tartamudez. Siempre le quedaría una repulsión de fondo hacia Inglaterra y una idealización de Francia. Inglaterra se rindió pronto a sus pies, cuando su primera obra de teatro, que había sido rechazada por 17 productores, fue estrenada gracias a una absurda serie de casualidades. De la noche a la mañana se vio famoso, rico y el hombre más fashionable del Londres de la belle époque, el más solicitado en la sociedad, considerado por la crítica como un maestro de la lengua inglesa. Pero cuanto tuvo ocasión se compró una mansión maravillosa en la Costa Azul, la Villa Mauresque de Cap Ferrat, donde pasaría casi toda su madurez.

Naturalmente era bilingüe en francés e inglés –también dominaba el alemán, pues tras el colegio fue a la Universidad de Heidelberg- y quizá esa bipolaridad en la expresión se reflejó en la de su vida sexual. Maugham era abiertamente homosexual, y a la vez un mujeriego. Aparte de múltiples relaciones juveniles, en la Gran Guerra conoció a un compañero de armas americano, Gerald Axton, al que doblaba en edad y que sería su amante hasta su muerte en 1944. Sin embargo el amor de su vida fue la actriz Sue Jones, que lo dejó para casarse con un aristócrata. Maugham intentó curar esa herida sentimental con Syrie Wellcome, esposa de un millonario de la industria farmacéutica, con la que tendría una hija, Liza Maugham, y cuando la niña tenía dos años se casaron. Fue un matrimonio sin amor que duró 11 años, y terminaría en divorcio en 1929.

Más o menos ese mismo tiempo llevaba Maugham unido a su amor gay, Gerald Axton, que había conocido en el frente de Francia como un camarada del servicio de ambulancias. En 1914 Maugham tenía ya 40 años y era demasiado viejo para que lo admitiese ningún regimiento, pero como caballero inglés sentía una obligación de honor de ir a la guerra, de modo que se ofreció como conductor de ambulancia. Es curioso el auténtico parnaso de escritores que se puso al volante de vehículos sanitarios en este primer conflicto mundial: John dos Passos, Hemingway, Jean Cocteau, Jerome K. Jerome… por citar una pequeña muestra. Sin embargo Maugham no se iba a quedar, como sus colegas, en tan humanitaria acción, encontró un papel más emocionante en la guerra: espía. En 1915 su amante Syrie Wellcome le presentó a un jefe del Intelligence Service, sir John Wallinger, conocido maestro de agentes en la India que luego inspiraría varios personajes de Maugham, que le abrió las puertas de ese mundo.

Su primer destino fue Suiza, isla de neutralidad rodeada de contendientes, paraíso de espías por tanto, a donde llegó bajo la tapadera de escritor francés, lo que realmente era. Los escritores como Somerset Maugham tenían unas cualidades muy apreciadas en el mundo del espionaje: cosmopolitas viajados y sabiendo idiomas, con muchas relaciones sociales en muchas partes, con imaginación e ingenio, y con tiempo libre. Maugham encima, como se había hecho muy rico, trabajó para el servicio sin sueldo. Su responsabilidad era recoger información de otros agentes, que remitía a sus jefes en claves ingeniosamente intercaladas en sus manuscritos literarios. “El trabajo de un agente de inteligencia es en conjunto monótono. Gran parte de él es de una inutilidad fuera de lo común”, diría Maugham a través de su álter ego literario, Ashenden. Es un comentario adecuado a su etapa ginebrina, que duró un año, pero de pronto todo cambió, cuando sir William Wiseman, un jefe del servicio secreto, convenció a Maugham de volver al servicio cambiando la plácida y aburrida Suiza por el convulso y peligroso Petrogrado.

El zar había sido derribado por una revolución burguesa y reemplazado por un régimen parlamentario que tenía al frente a Kerenski, un social-revolucionario moderado y anglófilo. Londres tenía un interés vital en mantener a Kerenski en el poder, tanto por su disposición a continuar la guerra contra Alemania como porque era el único dique que contenía a los bolcheviques, que si tomaban el poder no solo harían la revolución comunista, sino que firmarían inmediatamente un armisticio con Alemania.

Somerset Maugham llegó a Petrogrado bajo la falsa identidad de un corresponsal norteamericano llamado Sommerville, un alias que no se puede decir que disimulase mucho su auténtico nombre, y entró en contacto con Kerenski, convirtiéndose en su correo con el Gobierno inglés. Además de esto diseñó una red de agentes encubiertos que cubriesen la información en Rusia si los bolcheviques tomaban el poder, como sucedió cuatro meses después de su llegada, en octubre de 1917.

Sus misiones le dieron material a Maugham para una serie de relatos, convirtiéndose así en el primer espía-escritor de espionaje, pero sus jefes le advirtieron que muchos de ellos violarían la Ley de Secretos Oficiales. Maugham, siempre caballeroso, quemó un buen número de ellos. Los supervivientes, 16 en total, relacionados con la etapa menos interesante de su carrera, la de Suiza, fueron publicados en un libro titulado Ashenden o el agente británico, y luego servirían de argumento a Hitchcock para una de sus famosas películas de intriga, El agente secreto.

Será su facilidad para imaginar mundos paralelos o porque simplemente escriben bonito, los servicios de inteligencia han contado con numerosos escritores a lo largo de la historia. Frederick Forsyth -conocido por «Chacal» o «El expediente Odessa»- es el último de una estirpe de autores (británicos sobre todo) que se han dejado seducir por el espionaje. Una nómina que va desde Cervantes y Daniel Defoe hasta Ian Fleming y Josep Pla. Del barroco de Quevedo al superagente secreto más emblemático de todos los tiempos: James Bond. La confesión de Frederick Forsyth, que en su próxima autobiografía dice haber trabajado para los servicios de inteligencia británicos (MI6) durante la Guerra Fría, trae a la memoria las vivencias de otros autores que, por ambición o curiosidad, terminaron trabajando como espías.

Sin salir del siglo XX ni de Reino Unido, antes de Forsyth estuvo Somerset Maugham, considerado el escritor mejor pagado de los años 30. Maugham nació en la embajada británica en París y «mamó» ese entorno desde muy pequeño. De hecho, fue su padre quien forzó que naciera tras los muros de la embajada para que no tuviera que hacer la mili. La legislación francesa decía que todo aquel que naciera en territorio francés debía cumplir con el servicio militar, pero al venir al mundo dentro de la misma embajada evitó esa experiencia.

Anécdotas aparte, Maugham realizó tareas de mucha importancia para los servicios secretos de su país, no era una recadero cualquiera. Somerset Maugham llegó a Rusia haciéndose pasar por un corresponsal estadounidense llamado Sommerville y en ese tiempo llegó reunirse con Aleksandr Kerenski, primer ministro ruso tras la caída de los zares.

La mejor agencia de viajes

Al final, como cuenta Eric Frattini en «MI6: Historia de la firma», las historias que aparecían en los libros de Maugham eran tan reales y tan precisas que Winston Churchill alertó a los servicios secretos de que aquello era un peligro para el MI6. Maugham asumió el error y destruyó varios manuscritos de sus obras. Aunque hizo de intermediario entre el gobierno ruso y el británico nunca cobró por esos trabajos; le llegaba con su sueldo de escritor.

Un camino parecido siguió años después Graham Greene, autor de «El poder y la gloria», que trabajó para la inteligencia británica antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. La única diferencia con respecto a Maugham es que Green encaraba los encargos del MI6 como un divertimento. Incluso llegó a decir que los servicios secretos eran «la mejor agencia de viajes del mundo». En el libro «Los espías y el factor humano», de Manuel Adolfo Martínez Pujalte, se dice que Graham Greene elaboró una guía confidencial en la que aparecía el nombre de varios agentes alemanes residentes en las Islas Azores. Aquel informe tuvo como destinatario un grupo reducido de oficiales, lo que desató el sentido del humor de Greene: «Posiblemente, ese folleto conoció la tirada más corta de todas mis obras: doce ejemplares».

Bond, James Bond

En aquellos días, Ian Fleming -padre literario de James Bond- también llegó a Moscú como periodista de la agencia Reuters. Los servicios secretos vivían años de muchísima actividad y colocaron a este escritor como ayudante del almirante Godfrey, un hombre «soberbio, intelectual y arrogante», pero jefe de la División de la Inteligencia Naval. Godfrey, como cuenta Eric Frattini, se llevó al autor de James Bond de viaje por Estados Unidos, una experiencia que le permitió introducir muchos datos de calidad en sus novelas. Fleming modeló alguno de sus personajes apoyándose en aquellas personas que fue conociendo, y con el tiempo hubo muchas teorías sobre quién inspiró el primer James Bond. Se especula desde su hermano Peter Fleming hasta Conrad O’Brien-French, un agente del MI6 muy aficionado a los martinis y las mujeres, los «vicios» más reconocibles del agente secreto.

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial comenzó una época de espionaje mucho más intensa todavía. Sin armas de por medio, durante la Guerra Fría se produjo un intercambio de información vertiginoso acorde con esa «guerra silenciosa». También en Reino Unido, John le Carré, además de triunfar como escritor, tuvo tiempo de conocerse de punta a punta los servicios de inteligencia británicos. Comenzó trabajando para el MI5 (dedicado al contraespionaje) como encargado de combatir la subversión mientras estuvo en la Universidad. Más delante pasó al famoso MI6, dedicado al espionaje al uso, donde terminó de hacer carrera como informador al mismo tiempo que daba forma a sus mejores obras, como «El topo» (1977) o «La chica del tambor» (1983), que fueron llevadas al cine. Aunque fue un espía conocido, la historia de John le Carré esconde muchos misterios todavía y el acceso a su expediente sigue estando prohibido a pesar de las peticiones que se han hecho.

Dentro de ese clima de vigilancia, el caso de Boris Pasternak fue paradigmático. El autor de «Doctor Zhivago» vio cómo su obra era impresa y distribuida por los Estados Unidos mientras la URSS, su país de nacimiento, lo tenía prohibido por cómo retrató la revolución de 1917. La CIA aprovecho esta decisión para imprimir el libro por su cuenta y distribuirlo en Rusia convertido en un arma cultural contra el comunismo. Más tarde, cuando Pasternak recibió el Nobel, el gobierno de su país le pidió rechazar el premio tachándole de «contrarrevolucionario» y de no tener «dignidad soviética».

Aunque España se mantuvo más o menos neutral en los principales conflictos del siglo XX, siguió fiel a la costumbre de contar con escritores-espías. En este periodo, y por culpa de la Guerra Civil, España (o una parte de ella) se sirvió de autores como Josep Pla y Carlos Sentís, que tuvieron bastante trabajo en el antiguo SIFNE (Servicio de Información de la Frontera del Nordeste de España), un organismo creado por el general Mola. «Josep Pla tuvo que salir prácticamente con lo puesto de Barcelona porque los anarquistas fueron a buscarle cuando comenzó la Guerra Civil», explica Fernando Martínez Laínez, autor del libro «Escritores espías» .

La principal misión que desarrollaron Pla y Sentís fue informar del contenido de los barcos que partían desde Marsella hacia España, muchos de los cuales iban cargados con armas para el bando republicano. «También mantenían vigilancia sobre los aviones que transportaban dinero del Banco de España para el pago de armas», resume Martínez Laínez. «Conseguían el nombre de los pilotos, la matrícula de los aparatos y hasta la cantidad de oro que llevaban. Fueron bastante activos, aunque Pla nunca quiso hablar mucho de ese tema».

Mucho más delicada fue la situación de José Robles, cuya muerte esconde aún hoy muchas incógnitas. Él era un intelectual salido de la Institución Libre de Enseñanza, un escritor de su época y un virtuoso de los idiomas, pues manejaba inglés, francés y ruso. Esta virtud le convirtió en alguien especialmente valioso durante la Guerra para el bando republicano, que le puso como traductor al servicio de los militares soviéticos durante la defensa de Madrid. Era más bien un informador-traductor, que mantuvo una gran amistad con John dos Passos, que le recomendó que probase suerte en América como escritor. Una noche de noviembre de 1936 un grupo de hombres sacó a Robles de su casa para interrogarlo y nunca más se supo. Su historia dio origen al reciente documental «Robles, duelo al sol».

Por cierto que un caso que será difícil de aclarar, hablando de Dos Passos y Steinbeck, reconocidos anticomunistas, será el de George Orwell. Un intelectual de trayectoria antitotalitaria muy reconocible, a quien lo escrito en «Homenaje a Cataluña» nunca le impidió denunciar -y sufrir- el estalinismo imperante en las filas republicanas (se dice que estuvo a punto de ser represaliado) al que, sin embargo, será difícila eliminar la sombra de duda sobre su real relación con el McCarthysmo. Muerto en 1950, apenas cuando la cruzada del senador McCarthy comenzaba, su figura fue utilizada para legitimar algo con lo que, seguramente, nunca habría estado de acuerdo. La única prueba es muy débil. En concreto una lista de posibles nombres que propuso al Foreing Office -a petición de ese ministerio- para participar en unas conferencias sobre el estalinismo que organizaban en aquellos primeros años de la Guerra Fría. Cometió la imprudencia de acompañarla de una addenda de otros que sin duda no aceptarían por su disciplina ideológica, entre ellos Chaplin y Redgrave. Y de ahí la legitimación que McCarthy trató de aprovechar con su figura. Por ello la cicatriz dejada en la historia por la caza de brujas proyecta sus sombras sobre el autor de «1984»

Graham Greene señala en su obra autobiográfica Una especie de vida que el novelista tiene mucho en común con el espía: «vigila, escucha, busca motivaciones, analiza a los personajes y, en su afán de servir a la literatura, carece de escrúpulos». Sabía de lo que hablaba, porque además de un excelente escritor fue espía. Ciertamente las dos actividades requieren gran capacidad de observación, estudio psicológico de las personas, indagación en el alma humana, máxima atención a los detalles y descifrar los secretos más ocultos. Y, al final, juntar todas las piezas del rompecabezas y construir una historia. La misión del novelista y del espía es contar, desentrañar la realidad, el primero a través de la ficción, el segundo mediante la recolección de información. Ambos llevan una doble vida, la real y la que se inventan; el escritor se oculta tras sus personajes imaginarios, el agente se hace pasar por quien no es. El fingimiento y la simulación son sus armas. «Los escritores, como los espías, tienen que dedicarse a vigilar a los otros, a robar vidas ajenas», señala el escritor Enrique Vila-Matas.

Frederick Forsyth ha sido el último novelista en confesar que fue espía. El aclamado autor de bestsellers como Chacal, Odessa o Los perros de la guerra cuenta en un adelanto de su autobiografía que trabajó para el MI6, el servicio de inteligencia exterior británico, durante más 20 años. Se inició en la guerra de Biafra, de 1967 a 1970, cuando fue contactado para que contara lo que estaba pasando. Durante el último año de la guerra enviaba a la vez crónicas a los medios e información a su «nuevo amigo». También fue espía en Alemania Oriental, Rodesia y Sudáfrica. Forsyth, de 77 años, asegura que no cobró por su trabajo, pero sí consiguió como contrapartida la autorización del MI6 para  introducir sus vivencias en sus novelas. «Me decían que les mandara las páginas para que las aprobaran o las censuraran. Por lo general, la respuesta era «¡OK, Freddie!», afirma. Forsyth se une a la larga lista de escritores británicos que trabajaron como espías, que se remonta al menos a Christopher Marlowe y en la que Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe, ocupa un lugar muy destacado. Los escritores espías aumentaron significativamente durante la Guerra Fría.

El precursor: Somerset Maugham

El pionero en el siglo XX fue William Somerset Maugham, un escritor hoy injustamente olvidado pero muy famoso en su época, considerado como un maestro de la lengua inglesa. En 1915 su entonces amante Syrie Wellcome le presentó a un jefe de la inteligencia británico, sir John Wallinger, que le reclutó como espía y le sirvió más tarde de inspiración para varios personajes. Maugham poseía cualidades muy valoradas en este mundo, era cosmopolita, sabía idiomas y tenía un amplio círculo de relaciones sociales. Comenzó su actividad  en la tranquila Suiza para pasar un año después a la convulsa Petrogrado, donde acababa de ser derribado el zar, sustituido por un régimen parlamentario comandado por el moderado y anglófilo Kerenski, apoyado por Londres. Bajo la falsa identidad de un corresponsal norteamericano, Maugham trabajó como espía y creó una red de agentes encubiertos preparados para el caso de que triunfaran los bolcheviques, como así sucedió cuatro meses después de su llegada. Trasladó su experiencia a sus relatos, pero tuvo que destruir muchos de ellos porque eran demasiado realistas.

Los dos escritores del género más populares también fueron espías. Ian Fleming, el creador de James Bond, el agente secreto de ficción más famoso de la historia, trabajó para la inteligencia naval británica durante la II Guerra Mundial. Su reclutador, el almirante John Henry Godfrey, inspiró el personaje de M, el jefe de James Bond.

Pero el caso más interesante y paradigmático de espía reconvertido en escritor es el de John Le Carré, el maestro indiscutible de las novelas de espionaje. David Cornwell, que es su verdadero nombre, fue reclutado en su época de estudiante. En 1959 fue enviado a la dividida Alemania, donde fue testigo de la construcción del muro de Berlín, y permaneció hasta 1964. Esa estancia le proporcionó  material de primera mano para su obra. En su primera novela, Llamada para un muerto, aparece su gran creación literaria, George Smiley, el espía solitario y enigmático, obsesionado por pasar inadvertido, un personaje basado en su mentor y maestro en el mundo del espionaje John Bingham. Su rival en el KGB es Karla. Pero el libro que le consagró fue El espía que surgió del frío, de 1963, que Graham Greene consideró «la mejor novela de espías nunca escrita». Le Carré siempre ha sido muy discreto sobre su trabajo como agente secreto y solo en 1991 lo reconoció abiertamente. Pero siempre le ha quitado importancia. «Dimití del servicio a los 33 años, dejando tras de mí un historial insignificante», escribe en el epílogo de Un espía entre amigos, de Ben Macintyre, la excelente biografía de Kim Philby, que llegó a ser el responsable del departamento de operaciones antisoviéticas del MI6, pero en realidad era un agente doble al servicio de Moscú. Sobre la verdadera labor que desempeñó Le Carré aún hay mucho misterio, ya que el acceso a su expediente sigue estando prohibido. Por su parte, Greene fue reclutado por Philby, con quien mantuvo una estrecha relación incluso después de ser descubierto. Hay quienes mantienen que  sabía que era un doble agente, pero no lo denunció. Tanto él como Le Carré se inspiraron en la fascinante personalidad de Philby para componer algunos de sus personajes.

los más odiados

Greene reflejó su experiencia de espía en algunos de sus mejores libros como Nuestro hombre en La Habana, El factor humano o El americano impasible. Esta novela enfadó mucho al servicio de inteligencia porque ponía al descubierto las relaciones entre un jefe de estación y su agente principal. Como relata Frances Stonor Sanders en La CIA y la guerra fría cultural, Greene y Le Carré llegarían a convertirse en los autores que más odiaban los servicios clandestinos estadounidenses por sus obras Nuestro hombre en La Habana y El espía que surgió del frío.

En Escritores espías, Fernando Martínez Laínez cuenta la historia de once literatos que fueron espías al servicio de sus países, entre los que están Cervantes y Quevedo, pero también Voltaire y Rabelais, Graham Greene y John Le Carré o Josep Pla, que fue informador del franquismo. También fueron espías en algún momento de sus vidas autores de la talla de Ernest Hemingway, Roald Dahl o J. D. Salinger. Pero un caso muy interesante es el de Arthur Koestler, un ferviente comunista reconvertido en feroz anticomunista. Tras la victoria de Hitler, se unió a los exiliados alemanes en París, donde trabajó para Willi Münzenber y fue uno de los cerebros de la red de organizaciones de tapadera de la Unión Soviética antes de la guerra. En 1936 viajó a España probablemente como espía a sus órdenes. Fue detenido por sus actividades políticas, pero puesto en libertad gracias a la intervención del Gobierno británico. Rompió con el comunismo tras el pacto germano-soviético y escribió El cero y el infinito, un libro sobre los abusos cometidos en nombre de la ideología, un terrible alegato contra el régimen soviético de Stalin, lo que le dio fama de anticomunista. Koestler fue uno de los consejeros más importantes del Departamento de Investigación de la Información (IRD), creado por el Gobierno británico en 1948 para propagar propaganda anticomunista. La CIA también se le acercó dentro de su estrategia de reclutar intelectuales que habían renegado de su pasado comunista.

Cervantes, Quevedo, Marlowe (¿o realmente era Shakespeare?), Francisco de Aldana, Beaumarchais, Graham Greene, John Le Carré, Rabelais, Arthur Koestler, Josep Pla, Voltaire, Daniel Defoe… que pueblan «Escritores 007. La cara oculta de plumas célebres» (Atanor Ediciones), nuevo y curiosísimo título de Fernando Martínez Laínez, que pone al descubierto (aunque a ellos no les gustará mucho la idea) las peripecias como espías de estos grandes literatos. Alguno, más o menos por casualidad, los otros, a conciencia.

Martínez Laínez comienza a desvelarnos algunos de estos secretos: «Existe una cierta predisposición de los escritores para «fingir», puesto que toda narrativa de ficción es un fingimiento, y el escritor es alguien que nos cuenta una historia pretendiendo que otro se la crea y cuando no lo consigue, fracasa. En cierto modo un espía es también un contador de historias, su propia historia, puesto que finge lo que no es, y articula una «leyenda» en torno a su verdadera personalidad. Esa «leyenda» o doble personalidad se convierte en su mayor protección, su gran escudo. Pero ese juego con la doble personalidad lo practica también el escritor, que lleva dos vidas. La real ( lo que es ) y que la vuelca en sus obras, la que alimenta su fantasía».

Quevedo y Cervantes sirvieron con esfuerzo, valor y no mucha recompensa al Imperio Español. Antes lo había hecho el poeta y esforzado capitán Francisco de Aldana, espía para Felipe II y su sobrino Sebastián de Portugal, que murió bajo el mando de este peleando contra el moro en la batalla de Alcazarquivir, en Marruecos. Greene y Le Carré sirvieron hábilmente al espionaje británico. Koestler fue agente comunista hasta que se cercioró de los crímenes del estalinismo y Josep Pla fue espía del espionaje franquista, además de hartarse de comer sardinas.

Ha pasado el tiempo, pero los espías siguen ahí, a la vuelta de la esquina, aunque si son buenos profesionales no nos daremos cuenta, evidentemente. Quizá más de uno esté escribiendo una novela. «No solo lo creo posible, sino que estoy seguro de ello» –continúa Martínez Laínez–. Ningún servicio secreto que se precie va a desaprovechar la ocasión de utilizarlos cuando llega el caso. El problema con los escritores metidos a espías es que son personalidades muy «volátiles» e interiormente inquietas, y a veces su propio facilidad para imaginar les puede jugar malas pasadas. Pero por lo demás, los escritores tienen las mismas virtudes y defectos que cualquier ser humano, aunque suelen ser más vanidosos y estar más ansiosos de fama que la mayoría. Esta última cualidad hace que tengan tendencia a hablar de sí mismos y revelar en forma de memorias o relatos las tramas reales de su propia vida, como una prolongación de su actividad literaria. Algo que, lógicamente, no les gusta a los servicios secretos».

odo ocurrió casi como en una novela. El manuscrito de “Doctor Zhivago” fue sustraído de un avión y microfilmado página a página por agentes de la CIA, que después lo imprimieron clandestinamente en una imprenta de la agencia en Amsterdam. Era la primera edición en ruso, con la que se cumplía un requisito imprescindible para que a su autor, Borís Pasternak, le fuera concedido el premio Nobel, al que se vio obligado a renunciar debido a las presiones que recibió por parte de Nikita Jruschov. Las rocambolescas circunstancias que rodearon ese año el premio han sido conocidas recientemente gracias a la investigación de Iván Tolstói, quien afirma que Pasternak fue ajeno en todo momento a las maniobras de gobiernos y agentes secretos que se tejían en la sombra.

Ha habido muchos otros escritores que han mantenido relaciones no tan inocentes con el mundo del espionaje. Es sabido que Ian Fleming y John Le Carré fueron espías, un mundo que reflejaron, cada uno a su manera, en el ambiente opresivo y a veces burocrático de sus novelas. Pero también autores tan inesperados como J. D. Salinger o Roald Dahl tuvieron que ver con ese oscuro mundo de la inteligencia.

El primero realizó labores de contraespionaje durante la Segunda Guerra Mundial, y Dahl pasó parte de la guerra trabajando para el espionaje militar en el norte de África. «La relación entre los escritores y el espionaje es algo que viene de lejos», afirma Fernando Martínez Laínez, autor del libro “Escritores y espías” (Temas de hoy, 2004), en el que se habla de cómo Garcilaso, Quevedo o Cervantes, entre otras muchas glorias literarias, se dedicaron a actividades de información encubierta. «Hay dos rasgos comunes al escritor y al espía: uno es la duplicidad, el ser capaz de vivir una doble vida, de enmascarar e idear historias, y el otro es la facultad de observación, la capacidad de fijarse en las cosas, incluso en las que aparentemente carecen de importancia». Tuvieron relación con el espionaje el dramaturgo Christopher Marlowe, Voltaire y Daniel Defoe, el inmortal autor de Robinson Crusoe, al que muchos consideran el creador del servicio secreto británico, ya que propuso al Gobierno utilizar su trabajo como periodista y sus frecuentes viajes por el país para crear una red de informadores. 

España 1936. Uno de los momentos en que espionaje y literatura se cruzaron de forma más insistente, también novelesca, fue en España durante los primeros meses de la Guerra Civil. A finales de octubre de 1936 llegó a Madrid el escritor Arthur Koestler. Probablemente se hospedara en el hotel Florida, en la Plaza del Callao, donde también lo harían, durante sus estancias en la capital, Antoine de Saint-Exupéry, John Dos Passos y André Malraux, entre otros. Todos se conocían, y era fácil verlos pasear por la Gran Vía, en dirección a Chicote, o comiendo en el Hotel Gran Vía, enfrente de la Telefónica. El otro hotel imprescindible era el Gaylord´s, situado cerca de la Plaza de la Independencia, que acogía al Estado Mayor de las fuerzas soviéticas en Madrid. Un ejército invisible -nunca se reconoció que estuviera en España- de aviadores, tanquistas, asesores militares y espías, decenas de ellos, que trabajaban a las órdenes de Alexander Orlov, el jefe de la NKVD, el antecedente del KGB, en España. En el bar del Gaylord´s, donde se bebía la mejor cerveza de Madrid, era fácil ver a Ernest Hemingway buscando siempre la información más fiable, y al escritor Illia Ehrenburg, que trabajaba para la revista «Izvestia» y que al tiempo realizaba informes confidenciales para el embajador Rosenberg, el hombre de Stalin en España.

En 2003, el artista Carlos García-Alix, apasionado investigador de esa época, publicó “Madrid-Moscú” (T ediciones), donde retrata el Madrid de la guerra. «Hay una mujer que es Margarita Nelken, escritora, crítica de arte, diputada que dio nombre a un batallón, y que acaba de confirmarse, tras la desclasificación del Informe Venona, un documento interceptado por la CIA a mediados de los años 40 y ahora hecho publico, que fue agente del KGB, como se sospechaba. Y es probable que ya trabajara para los rusos durante la guerra, con el nombre en clave de Amor; la camarada Amor».

Hubo otro escritor, Mijaíl Kolstov, que se movía como pez en el agua en aquellos primeros meses de guerra. Corresponsal del diario «Pravda» y autor del “Diario de la guerra española”, fue uno de los organizadores del Congreso de Escritores Antifascistas. Tuvo siempre línea directa con Stalin, y fue quien inspiró a Hemingway el personaje de Karkov de “Por quién doblan las campanas”. Terminada la guerra, fue acusado de haber actuado como agente doble al servicio de los aliados y de haber colaborado con una red para la que también recabaron información Koestler y Saint-Exupéry. Nunca se sabrá si había algo de verdad en las acusaciones. Kolstov fue juzgado, condenado, y fusilado, al parecer, en febrero de 1940 junto al dramaturgo Vsevolod Meyerhold. 

Los cinco de Cambridge. Otro personaje que cubrió la Guerra Civil española, aunque en este caso desde el bando franquista, fue un británico que trabajaba para el «London Times», el atildado y escurridizo Kim Philby, al que Franco concedió la Cruz Roja al mérito militar, tras ser herido cerca de Teruel por una granada de obús. Philby sería el jefe, en la sombra, de una de las redes más exitosas de la historia del espionaje, conocida como «los cinco de Cambridge». Un grupo de agentes que trabajó para el KGB hasta los primeros años cincuenta, responsable de la caída de más de medio centenar de espías al otro lado del telón de acero. Philby llegó a ser el responsable del departamento de operaciones antisoviéticas del MI6, y reclutó agentes, entre ellos a dos jóvenes de prometedora carrera: Graham Greene, y John Le Carré.

«Durante la guerra fría se vivió una paranoia absoluta de sospechas y purgas», es de nuevo Martínez Laínez. «Pero ése fue el caldo de cultivo que permitió a los soviéticos poner en pie una maquinaria de espionaje única en la historia en la que, según la concepción socialista, los escritores, el mundo de la cultura, eran trabajadores al servicio de la causa».

En ese ambiente opresivo donde todo el mundo vigilaba y se sentía vigilado, era difícil mantener el compromiso ético y probablemente hubo quien se viera tentado, u obligado, a colaborar. Hace unos meses el escritor checo Milan Kundera fue acusado de haber delatado a un disidente político en los años 50. Aunque Kundera lo negó, el fantasma de la sospecha volvió de nuevo a cernirse sobre los escritores que vivieron tras el telón de acero. Tal vez nunca sea posible conocer la verdad. Queda, eso sí, el consuelo de la literatura.

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