La brutalidad inhumana con que algunas beatas castigaban su cuerpo infligiéndose autocastigos y privaciones espartanas hace siglos, no excluía la práctica de otras formas penitenciales que podríamos denominar más modositas como el silencio, la huida de las vanidades mundanas, el retiro, el ayuno, el cuidado de enfermos y necesitados, etc. Aunque también en estos casos se daban ejemplos extremos como el de la beata Elena Martínez, experta en lametazos místicos.
Advierto que este artículo no es para estómagos sensibles. El escalofriante testimonio que voy a reproducir está sacado de la obra del franciscano descalzo Antonio Panes: Chrónica de la Provincia de S. Juan Bautista de religiosos menores de la regular observancia de nuestro padre seráphico S. Francisco (Valencia, 1665-1666). No tiene desperdicio, os lo aseguro:
«Aconteció una vez, que llegó a la puerta un pobre, que tenía muy llagadas las piernas, y como le viese la santa doncella (que de su natural era en extremo aseada y limpia, qualquiera cosa asquerosa la causaba gran repugnancia, y la revolvía el estómago) sintió grande horror, más reprehendiéndose de su delicadeza, y poca caridad con el próximo, se concertó con él, que la dexasse lamer las llagas, y que le daría limosna, y así lo hizo: y saboreóse de suerte en esta grande mortificación, que las veces que podía después ir al hospital (que era cuando la enviaban a los mandados, porque no tenía otro tiempo) iba con gran gozo, llevando cualquier regalillo, que a ella le daban, y algunos trapos limpios, que con mucha diligencia buscaba entre sus amigas, y entrávase a la cuadra del hospital, que dizen la goleta, donde no ponen sino a las mujeres llagadas de bubas, y de otras asquerosas enfermedades, lugar donde raras personas se animan a entrar por el asco y mal olor que ay, y haciendo a aquellas miserables las camas, y limpiando sus inmundicias, pasaba tanto su caridad, que con la lengua les lamía las llagas podridas, y exprimiéndolas, chupaba la asquerosa materia, y algunas veces se tragaba los trapillos y hilos empapados della con tanta cautela, que apenas los pobres lo echaban de ver, porque viéndolo lo rehusaban, y cuando la veían venir, ocultaban las llagas, pero compelidas de la necesidad, pedíanla, que las diese algunos trapos limpios, a que ella decía, que no los había de dar sino a aquellas, que tuviesen llagas, y que si las tenían, se las mostrasen, y así necesitadas lo hacían, y ella conseguía su intento: particularmente usaba desta mortificación cuando sentía que aquellas cosas la causaban tan notable asco, que la obligaban a dar arcadas para vomitar, que eran muchas veces. Mas llegó a vencer de tal suerte aquella natural resistencia, que el beberse después la podre, y lamer las llagas, le era como gustar de un sabroso almíbar».
Antonio Panes: Chrónica de la Provincia de S. Juan Bautista de religiosos menores de la regular observancia de nuestro padre seráphico S. Francisco
Si ya han digerido ese párrafo, lo que nos cuenta el investigador Francisco Pons Fuster es que la excepcional mortificación de Elena Martínez no debe servir para realizar juicios de valor contra las beatas, algunas muy dadas a la exageración en sus manifestaciones y comportamientos, algo que las generó fama de impostoras o iluminadas. Y a fe que algunas lo fueron… El ejemplo salivar de Elena Martínez no es único en la espiritualidad española.

De Juan de Ribera, arzobispo de Valencia y patriarca de Antioquía (siglo XVI), se nos dice que curaba las llagas lamiéndolas y besándolas a su amigo el dominico san Luis Bertrán. Pedro de Ribadeneyra en La vida de Ignacio de Loyola escribió, al referirse a la santidad de Francisco Javier: «Señálabase entre todos… en la caridad y misericordia con los pobres y en la entera y perfecta victoria de sí mismo, porque no contento de hacer todos los oficios asquerosos que se podían imaginar, por vencer perfectamente el horror y asco que tenía, lamía y chupaba algunas veces las llagas llenas de materia a los pobres».
Llenas de materia… uf, sólo pensarlo da repelús. Hoy se sabe del poder terapéutico que tiene la saliva y que ésta es recomendable para determinadas dolencias. Los saludadores, por ejemplo, la utilizaban para curar a enfermos de hidrofobia y no digamos las madres, como remedio popular, cuando sus hijos tienen moratones o heridas. Se han publicado investigaciones en donde la ciencia determina que la saliva humana actúa como un agente curativo, pues su contenido cuenta con una sustancia química, llamada histatina, que colabora con la rápida cicatrización de las heridas.

¿Acaso sabían estos místicos que la saliva tiene tantas cualidades gracias a sus agentes antihongos, antivirales, antibacterianos y antiinflamatorios?
Fuera de nuestras fronteras, la beata alemana Ana Catalina Emmerick, célebre estigmatizada, hizo algo parecido. En el libro del padre Schmoeger, donde se recogen sus experiencias, se dice que:
«Siendo todavía muy pequeña, tenía que vendar las heridas a los vecinos, porque lo hacía con más cuidado y suavidad. Cuando veía alguna llaga, decía para mis adentros: “Si la oprimo, le dolerá mucho; pero debe salir el pus”. Y tuve la idea de chupar las llagas, y se curaban. Nadie me ha enseñado esto; me lo ha sugerido el deseo que tenía de que se curasen. Al principio sentía asco; pero este mismo asco me movió a vencerlo, porque es señal de falsa compasión. Cuando vencía pronto el asco, experimentaba una gran alegría; me acordaba entonces de nuestro Señor Jesucristo, que así obró por la salud de todos».
Casos curiosos -pero verídicos- de la fe, la mística, la medicina y la saliva. Para concluir me quedo con la canción de Melendi (“Loco”) cuando dice: “Si estoy en carne viva, no me tires alcohol, cúrame con saliva”. Pues eso.